Monday, 7 September 2009

Ausencias Urbanas: La retórica del espacio minimalista en la Barcelona post-franquista




'URBAN ABSENCES'
Published in Sally Stone and Nick Dunn (eds.) INTERVENTIONS Artemide Edizioni Rome 2006
translated by PABLO ÁLVAREZ FUNES

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La arquitectura de los últimos años de la década de 1970 fue testigo del desarrollo de una puesta en valor alternativa del urbanismo moderno, cuyas lecciones más radicales se encuentran en el cambio de prioridad del edificio hacia el espacio, tal como ilustran Colin Rowe y Fred Koetter en “Ciudad Collage” y Rob Krier en “Espacio Urbano”. Con un interés común en los planos de llenos y vacíos, Rowe y Koetter alaban la continuidad de los entornos urbanos en los que los edificios actúan simultáneamente como “ocupantes de espacio” y “definidores de espacio”, mientras que el contexto europeo en el que se desenvuelve Krier hace que su trabajo se mire siempre como una crítica al consenso urbanístico del occidente europeo tras la Segunda Guerra Mundial. Este reconocimiento tardío de la relevancia de la forma de un espacio (en sí y por sí mismo antes que considerado como un hueco entre edificios) representa un cambio radical de la actitud ciudadana a la hora de relacionarse con su contexto urbano.

Consideremos por ejemplo el conocido Parque de la Villete en París, diseñado por Bernard Tschumi durante la década de 1980 y aclamado como representante de un nuevo tipo de espacio urbano. La estrategia urbana seguida considera el paisaje como una inmenso contenedor de arquitecturas dispersas, con las famosas “Folies” rojas llamando la atención del visitante. La neutralidad de la malla crea en el mejor de los casos una serie de vacíos y en el peor una secuencia de inconexas experiencias alienantes. El espacio urbano se presenta como un vacío entre edificios y que nos pide adoptar la misma actitud inconexa que el arquitecto que los concibió. No se trata de un lenguaje arquitectónico o de la abstracción en sí misma. El espacio ha quedado reducido a un conjunto de dimensiones que se supone serán habitadas por el usuario del parque. Por decirlo de alguna forma, el arquitecto no tiene nada que decir sobre el espacio, la actividad humana entre los “Folies” es tolerada antes que bienvenida. Esto contrasta con los proyectos contemporáneos de Barcelona, donde la abstracción se empleó para crear interesantes espacios donde los usos fueron tenidos en cuenta y donde no se escatimaron esfuerzos en atraer actividades a los mismos, como complemento a las que se realizaban en los edificios adyacentes.

El contexto político de estos espacios catalanes se asemeja a la situación en Europa occidental treinta años antes. Un ejemplo de ello pueden ser las diferentes áreas de juego para niños en Ámsterdam, de Aldo van Eyck, que eran producto de las prestaciones sociales a una nueva generación que se recuperaba de la ocupación alemana. Sin embargo, el uso para tal fin de zonas bombardeadas a la espera de su reconstrucción significaba que esa topografía alterada de la ciudad se podía transformar mediante un cambio de punto de vista que hiciera ver esas “heridas de guerra” urbanas como nuevos focos de actividad vecinal. Las cualidades lúdicas de estos espacios iban en la línea del Surrealismo, sobre todo de Giacometti, y que definieron la imagen existencialista de la Europa de post-guerra. Estos espacios marginales acabaron convirtiéndose en símbolo de nuevas posibilidades urbanas.

Desde 1975, con el retorno de la democracia a España, un nuevo abanico de posibilidades urbanas, desde la restauración urbana a los nuevos complejos públicos, implicó una nueva categoría para el valor representativo de los espacios urbanos. El sentimiento de identidad colectiva se había reforzado con las experiencias de la guerra civil y la posguerra, y las formas tradicionales de expresión urbana, que en otras partes de Europa volvían a ponerse en valor, se identificaron con la reciente asociación con el totalitarismo. La ambición por parte de los planificadores de crear una nueva experiencia urbana pretendía expresar una completa y optimista transformación cultural. Esto último se tradujo en un programa de obras públicas, tanto en arquitectura como en diseño de urbano o de paisajes, que buscaban la creación de un nuevo ámbito público. En cuanto a paisajismo, grandes proyectos de rehabilitación como el Parque del Clot (Friexes & Miranda, 1986) contrastan con trabajos de carácter más íntimo y privado como los jardines de Villa Cecilia (Torres y Lapeña, 1985); el diseño urbano se mantuvo a la misma altura que los anteriores exhibiendo una paleta de materiales más duros.

Por ejemplo el emplazamiento de la Plaza de Sants (1982-83) fue un incómodo problema de diseño para sus arquitectos Helio Piñón, Alberto Viaplana y Enrique Miralles, pues bajo esta plaza discurren varias líneas de metro que confluyen en la estación de Sants. Por tanto sólo podía aguantar una carga liviana, animando a los arquitectos a optar por una estrategia compositiva minimalista. Ésta deriva estructuralmente del ritmo de los andenes de las estaciones, con un eje principal centrado hacia la estación, el cual marca la cota más alta del pavimento de granito. Hacia el norte desciende con una elegante inclinación mientras que al sur a un descenso escalonado le sigue una gradual ondulación del pavimento. Sobre este terreno sutilmente ondulado cada objeto se insertó como un proyecto escultórico independiente que interactúa con esta nueva tabula rasa.

El elemento más importante era la gran pérgola sostenida por dieciséis esbeltas columnas que se colocan sobre el suelo ondulado asentándose en un curioso montículo. Una serie de pedestales vacíos de varios tamaños, otra pérgola curvilínea y un caprichosamente mustio reloj de la estación formaban parte del repertorio formal diseminado por este espacio. Pero, ¿qué indicaba este conjunto de escuálidos elementos? El nexo común, aparte de la limitada gama de materiales, sería una serie de simples contrastes formales. De esta forma la plaza podría interpretarse como un espacio escultórico, aunque los pedestales vacíos sugieren el recuerdo de una expresión urbana más tradicional que se manifiesta sobre estos elementos fragmentarios. En este escenario contemporáneo, el arquitecto de un espacio público podría aspirar a interpretar un papel irónico, convirtiendo las tiranías e inconsistencias de la vida urbana en un pícaro efecto creativo. En su localización en Barcelona está relacionada con las cualidades lúdicas del arte catalán moderno y la puesta en valor de espacios desechados como modus operandi. Por tanto, es posible crear un nuevo linaje para este espacio urbano desconcertante que puso de manifiesto el desprecio de los arquitectos por la tradición cultural.

Menos convencional en su retórica, pero quizá por ello más innovadores en el uso del espacio, están los elementos públicos externos del Centro de Arte Santa Mónica (1989), también de Piñón y Viaplana. Aquí las dificultades de la renovación del edificio existente no pudieron impedir una hazaña de la manipulación espacial y óptica. Una pieza de avión que se eleva hacia el mar y que se repliega sobre sí misma para crear el acceso y un balcón público con generosas vistas a las Ramblas. El énfasis diagonal de la rampa, y la arquetípica forma moderna, se extienden más allá de los límites funcionales de la dramática planta trapezoidal que se amplía de los límites de la lectura en perspectiva del espacio. La estructura consiste de nuevo en un lenguaje de mínimos soportes de acero que genera una cripta bajo el plano principal. Una simple barandilla de acero y vidrio evita cualquier distracción visual que se aparte del ritmo insistente de la superficie de madera. Facilitar el acceso público y punto de vista, la modestia y el rigor de la pieza hicieron concentrar la atención esencialmente en los aspectos formales del perfil y la perspectiva de plano y el espacio como una hélice escultórica de las nuevas posibilidades de expresión urbana. Los arquitectos no tuvieron miedo de desafiar a los usuarios a usar el espacio superior o el inferior, ni a emplear formas provisionales que acentuaran dicho desafío. Las características de una Plaza mediterránea tipo, la galería, la terraza y el zócalo están presentes, pero en formas que responden a las particularidades del lugar y al optimismo de los tiempos. Esto fue un logro importante y una de las razones por las que estos espacios, junto con otros de similares características, se convirtieron en objeto de gran atención en la década de 1980, exportándose hacia otros lugares (las conocidas como “plazas duras”).

Dos décadas después, la naturaleza positiva de estos espacios urbanos puede contrastarse con la imagen urbana predominante de los intereses comerciales. La mercantilización de la cultura urbana contemporánea tiende a la devaluación del espacio a favor de la evidente atracción del objeto arquitectónico, como atestigua el perfil urbano de cualquier ciudad en desarrollo. Así, la experiencia de estos ejemplos se puede tener en cuenta para detener la deriva del espacio urbano hacia un espacio residual entre edificios dominantes, hacia su conceptualización como simple contenedor de vehículos. Sin embargo, al reconocer este contexto también debemos admitir que esta evolución cultural libera espacios públicos tradicionales para reafirmarse en su propia retórica.

La invasión de mobiliario urbano y otros elementos, cada vez más familiares en cualquier ciudad contemporánea, oscurece la principal virtud de estos espacios, que es su generosidad. Paradójicamente, el uso y la representación del uso se confunden a menudo; un tratamiento más sosegado de los espacios, como ha sido evidente en los ejemplos de Barcelona, permitiría la exploración ambiental de sus cualidades, cuya reticente auto-negación no parecen entender muchos diseñadores y clientes. Este aspecto contemplativo de la ausencia podría complementar la forma en que la sociedad se abre a la creación de espacios para el visitante a través de la apropiación del espacio háptico, precediendo cualquier comprensión intelectual. Podemos aprender de estos espacios barceloneses que las posibilidades surgidas a partir de los contactos planificados y fortuitos podrían potenciar pequeños parches espaciales en la ciudad de forma tal pudieran asumir las complejas características de cada espacio.

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Este artículo forma parte de una publicación que recoge trabajos de colaboración entre estudiantes de arquitectura de la Universidad de Manchester y la de Barcelona. Las denominadas "plazas duras" se han convertido en un elemento recurrente dentro del urbanismo español de los últimos treinta años. Tomando como modelo las actuaciones en Barcelona la geografía española reformó y sigue reformando sus espacios públicos en base a una serie de criterios minimalistas (ahora también decosntructivistas) que sólo se han demostrado eficaces en tramas postindustriales con un alto grado de degradación. Las "plazas duras" son tales porque se insertaban en tejidos "duros", muy degradados por usos industriales previos y donde la función pública, como bien indica el autor, se reduce a la de ser mero contenedor de vehículos. El concepto en sí no es malo, pero su extrapolación a otras realidades españolas, todavía muy vinculadas a esos irreflexivamente denostados usos tradicionales, ha traido consecuencias nefastas.

Son bien conocidos los casos en Sevilla, cuando en su gran reforma urbana de cara a la Exposición Universal de 1992, se tomó como norma básica de diseño las premisas catalanas tan bien descritas en este artículo. Sin embargo, estos espacios fracasaron casi desde su concepción proyectual, pues a la ausencia de estos tejidos industriales degradados se une la dureza del clima cálido durante la mayor parte del año, que convierte esos espacios en inutilizables para la mayoría de la sociedad durante la mayor parte del día y que, a excepción de algunos jóvenes que los usas para sus acrobacias con bicicletas y patines, acaban convirtiéndose en peligrosos focos de marginalidad. Y eso por no hablar de los intentos de implantar esas "plazas duras" en pleno recinto histórico (Av. de la Constitución, Plaza del Pan, Alameda de Hércules...), donde a la degradación por no aceptación ciudadana hay que añadir el grave impacto visual dentro de la trama urbana que lo único que demuestra es falta de sensibilidad y buen gusto, amén de una mentalidad obcecada en que las modernidad de una ciudad se mide por el número de proyectos extravagantes que se estén desarrollando.

Eamonn Canniffe apunta inteligentemente que los arquitectos de la Transición dejaron de lado las experiencias contemporáneas de recuperación de la vida urbana a partir de la recuperación de los tejidos tradicionales para lanzarse a la aventura de recuperar los espacios degradados según criterios revisados del movimiento moderno. Como el lector podrá comprobar al pasear por algunas plazas de su entorno cercano, los resultados finales no siempre han sido satisfactorios y en muchas ocasiones el estado actual de dichas plazas no se diferencia mucho del de Pruitt Iggoe de hace treinta y siete años.

Cabe preguntarse por último las causas por las qué este modelo triunfa en algunos sitios y en otros no. Una primera respuesta la encontramos en el propio artículo: esos espacios necesitan actividades (generalmente asociables a las diferentes culturas urbanas) que le den vida y uso. Al conseguir llenar de vida urbana (no necesariamente tradicional) esas zonas, éstas pierden su condición previa de marginalidad y degradación para insertarse con vitalidad en el tejido urbano. Por tanto, el éxito del espacio público contemporáneo depende de las activididades, de la vida pública que se desarrolle en él. Pero el carácter marginal de esos espacios se debe a su pertenencia a unas zonas degradadas por la industria que se pretendían recuperar; no siempre nos encontramos ante la misma situación, o bien nos dejamos llevar por el "encanto de la marginalidad" valorando la estética "underground" de estos espacios sin tener en cuenta los condicionantes originales de los mismos y sobre todo olvidando que es el continuado uso posterior como fuente de vida cívica lo que les impide caer en el deterioro y la conflictividad social. Por eso también, las barriadas obreras y populares siempre acaban prefiriendo configuraciones tradicionales antes que las "duras", pues sólo con las primeras son capaces de crear vida pública, para las segundas se necesita un impulso intelectual basado en una cultura urbanita y postindustrial que no siempre existe en España.

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